The meaning of life
Supe que debía renunciar cuando la agencia de publicidad en la que trabajaba contrató a un coach motivacional. O como él prefería denominarse: tu gurú del éxito empresarial. Y es que el rumbo de tu vida no puede estar más descarrilado si necesitas que alguien vuelva a colocarte en los rieles de la realización humana con frases rellenas de la más empalagosa motivación. Como si de esta manera no fueras a utilizar el revólver que guardas en el cajón del escritorio, ya sea contra tus compañeros o, en el mejor de los casos, contra ti mismo. De cualquier manera, aquello sería muchísimo más honesto que arrebatarle lo único que le queda a una persona que ha perdido totalmente la senda de su vida: la decisión de acabar con todo de una vez por todas.
Como solía apuntar el profesor Faber, vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al estiércol negro. Ignoramos incluso que los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Nos han hecho creer que podemos crecer alimentándonos únicamente con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad. Sin embargo, este rastro espiritual que son los coachings no debe sorprendernos en el mundo actual. Muchas veces uno debe hacer lo que sea por ganar unos cuantos pesos: apostarle en la quiniela al Real Madrid a costa de tu propio equipo, bolsearle la cartera a la abuela o decirle a un pobre diablo que tire su revólver al contenedor de basura. Porque aparentemente “la vida sigue siendo un milagro”, a pesar de las ciento veinticuatro mensualidades que le debes a Elektra y el riñón de tu madre que le prometiste a la mafia turca. A fin de cuentas, si en algún momento te rendiste y dejaste de marcarle a tu ex-esposa para suplicarle que volviera, en algún momento cesarán las llamadas del buró de crédito a la hora de la comida.
Aun así, esto no significa que entre la estafa piramidal y el optimismo empresarial no haya ni tres dedos de diferencia. Aún recuerdo, por ejemplo, la primera diapositiva de la presentación que decía textualmente: “La vida te regala, todos los días un cheque de 24 horas tu decides como invertirlo”. Lo primero que pensé de manera ingenua fue que, a partir de ese momento, nos permitirían tener unas cuantas cervezas en el refrigerador de la oficina para hacer más llevaderos los días y la chamba. Pero, vamos, que tras esa coma mal colocada y la carencia de acentos, te das cuenta de que lo que está por venir sin duda será peor. Sobre todo porque ya no tendrás ese revólver que representaba la oportunidad de ponerle punto final a tu calvario. Sólo te quedará ese sueño en el que sacabas el revólver del cajón de tu escritorio (y es verdad que en ese cajón guardabas un revólver) y lo descargabas contra los compañeros de oficina. El estruendo del arma te despertará, pero siempre será un sueño y tendrás que esperar hasta tener otro sueño.
En comparación, hasta la publicidad que producíamos para cierta empresa tabacalera resultaba ser más considerada con sus consumidores que este cáncer emocional llamado coaching, el cual se empeña en desollarte el espíritu al tiempo que te grita al oído que todo saldrá bien, siempre y cuando le eches las suficientes ganas.
Una empresa que contrata un gurú del éxito empresarial es como una compañía de teatro que monta Macbeth con un sol sonriente y coloridas flores en la escenografía. Dicho de otro modo: mientras esta pieza del dramaturgo inglés es el preludio a la quiebra de toda compañía teatral, los gurús empresariales son el equivalente shakespeariano de aquellas empresas que deciden contratarlos. Ni mil ollas de oro al final de su arcoíris acartonado podrán salvar esa nave del naufragio. El quiebre financiero y espiritual empieza el mismo día en que decides darle la espalda a esa infelicidad que con tanto cuidado escogiste, como aquella carrera de humanidades que decidiste estudiar contra toda protesta de tus padres.
A fin de cuentas, esa es la única felicidad: elegir la mejor infelicidad posible. No me imagino, por ejemplo, qué será de mi perro el día que logre atraparse la cola de un mordisco. Hay quienes cada mañana se levantan para ir a un trabajo que detestan, otras personas madrugan a lo largo del año para entrenar y correr un maratón, algunos asisten a la facultad en busca de un título universitario y no faltará quien sólo quiera ensanchar su cuenta bancaria a costa de arruinar sus relaciones personales. Cada quien tiene, pues, un clavo ardiendo al cual agarrarse. Qué mejor razón entonces para emborracharse el fin de semana que el hecho de que no haya pasado nada extraordinario; celebrar que no hay nada que celebrar. Incluso celebrar una derrota, aunque este placer sea más complicado de justificar que el explicarle a un extranjero el porqué a los mexicanos nos encantan los dulces con picante.
A final de cuentas, muchas veces seguimos sin entender que “existe una probabilidad altísima de que nunca nos pasen cosas extraordinarias”. Como ha dicho mi amigo Ángel, “no todo desciende de grandezas, hay ruinas de lo mínimo, escombros de algún día donde no pasó nada”. Por el contrario, brindar por algún éxito personal, por una promoción laboral o un triunfo deportivo es atragantarse de gloria, como el niño que se empalaga al tomar refresco de naranja para pasarse el merengue del pastel en las fiestas de cumpleaños.
Algún mérito habrá, por el contrario, en que ni siquiera renuncié a mi trabajo en la agencia de publicidad porque llegó antes la factura de la renta. De cualquier forma, tener ese trabajo godín tampoco podía ser tan malo. Como diría la señora de la limpieza que recoge el vómito y las excreciones que dejó un comensal insaciable después de reventar en la película The Meaning of Life de Monty Python: “Oh, I've worked in worse places, philosophically speaking”.